Gon, el zorro
I
Ésta es una historia que me contó Mohei: un anciano del pueblo.
Hace
mucho tiempo, cerca de nuestro poblado, en Nakayama, había un pequeño
castillo. Un señor feudal apellidado Nakayama regía ahí.
Cerca
de ahí, había una montaña un poco alejada. Ahí, habitaba un zorro
llamado Gon. Era un pequeño animal solitario que vivía en su madriguera
ubicada dentro de un bosque lleno de helechos. Noche y día aparecía
cerca del pueblo y hacía muchas maldades. Entraba
a los huertos y sacaba las batatas; prendía fuego a las colzas puestas a
secar; y devoraba los chiles colgados detrás de las casas de los
campesinos. Hacía muchas travesuras.
Un otoño. Gon estaba con la cabeza agachada en su madriguera. Había estado lloviendo durante dos o tres días.
Cuando
paró de llover, Gon se sintió aliviado y salió de su guarida. El cielo
se había despejado por completo. Los cantos de los alcaudones bucéfalos
vibraban.
Gon salió hasta el dique del pueblo. Las gotas puestas en las espigas de los susukis todavía
estaban brillando alrededor. El arrollo siempre tenía poca agua, pero
como había llovido durante casi tres días estaba lleno. Generalmente, el
río no subía su nivel, pero ahora, tanto los susukis como los
tréboles japoneses cercanos a la orilla del río, estaban doblados.
Estaban siendo mojados por el agua turbia y amarillenta. Gon fue
caminado hacia la parte baja del arrollo con mucho cuidado.
De
pronto, vio que había alguien dentro del río. Estaba haciendo algo. Gon
se acercó sigilosamente para que no lo viera. Caminó hacia la yerba
profunda. De ahí fisgoneó fijamente.
—Es
Hyoju— pensó Gon. Ese hombre tenía alzado su negro y percutido kimono.
El agua le llegaba hasta la cadera. Estaba agitando un harikiri:
una red para atrapar a los peces. Tenía amarrado en su frente una cinta y
en una de sus mejillas tenía pegado una hoja de trébol japonés. Parecía
un gran lunar.
Al cabo de un rato, Hyoju sacó del agua la parte trasera del harikiri,
la cual parecía una bolsa. Ahí dentro estaban mezclados las raíces de
la yerbas, las hojas y las cortezas de los árboles podridos, pero en
algunos momentos brillaba algo blanco. Eran las barrigas de unas
anguilas y de unos peces llamados kisu. Hyoju metió todo dentro de un cesto. Después, amarró la boca de la red y la metió dentro del agua.
Posteriormente, tomó el cesto y salió del río. Lo dejó en la orilla y corrió hacia arriba del arrollo en busca de algo.
Al
ver que ese hombre ya no estaba, Gon saltó de las yerbas y corrió hacia
donde estaba el cesto. Pensó hacer otra maldad. Sacó a los peces y los
lanzó uno por uno hacia el río, en un lugar en donde ya no pudiera ser
víctimas de las redes. “Dobón”. Todos hicieron este ruido al caer en el
agua turbia y se escondieron ahí dentro.
Al
final, tomó a la anguila, pero como estaba tan resbalosa, no la puedo
agarrar bien con las patas. Gon se desesperó y metió su hocico dentro de
la cesta y mordió a la anguila por la cabeza. El animal dijo: “uy”. Y
se enrolló en el cuello del zorro.
En ese momento, Hyoju regresó.
—¡Zorro ladrón!— gritó.
Gon
se espantó y saltó. Buscó zafarse de la anguila y huir, pero ésta
seguía enrollada en su cuello. Saltó de lado y con un esfuerzo desmedido
comenzó a huir.
Llegó hasta el árbol de aliso, el cual está ubicado cerca de su madriguera. Vio que Hyoju ya no lo seguía más.
Gon
se sintió aliviado. Mordió la cabeza de la anguila y por fin se puedo
zafar. La dejó puesta en las yerbas afuera de su madriguera.
II
Pasaron
diez días. Gon pasaba detrás de la casa de un campesino llamado Yasuke y
se percató que su mujer se estaba teniendo los dientes de negro en la
sombra de esa higuera. Luego pasó detrás de la casa de Shinbee, el
herrero, y su esposa se estaba peinando.
—Ajá, hay alguna festividad en el pueblo— pensó Gon.
—¿Qué
será? ¿Será la festividad de otoño? Si fuera una fiesta habría sonidos
de tambor y flautas. De hecho, antes que todo, habrían puesto una
bandera sobre el templo shintoista.
Mientras
pensaba estas cosas, se dio cuenta que había llegado hasta la casa de
Hyoju: una morada que tenía un pozo rojo en la parte frontal. Dentro de
esa casa chica y casi destruida, había mucha gente reunida Habían
mujeres, quienes tenían puesto sus kimonos de gala y en sus caderas
llevaban colgados unas delgadas telas. Ellas estaban prendiendo fuego a
la estufa, la que estaba en frente. Dentro de la gran olla había algo
que se estaba cociendo.
—Es un funeral— pensó Gon.
—¿Quién se habrá muerto en la casa de Hyoju?
Al pasar el medio día, Gon fue hacia el cementerio y se escondió detrás de las seis estatuas de los jizos.
Hacía muy buen tiempo. En lo lejos, se podía ver cómo brillaba el techo
del castillo. En el cementerio habían florecido muchos flores de higan,
parecían telas rojas. Desde el pueblo comenzaba a sonar el sonido de
unas campanas: “Can, can”. Era la señal que avisaba la salida fúnebre.
Comenzó
a apreciarse una fila de personas vestidas de blanco. Sus voces
comenzaron a escucharse cada vez más cerca. La marcha fúnebre entró al
cementerio. Las flores de higan habían quedado pisoteadas, después de que pasaron las personas.
Gon se estiró para ver. Hyoju llevaba puesto un kamishimo
blanco y llevaba en sus manos una tabla en la cual estaba inscrito el
nombre budista del difunto. Su cara estaba marchitada. No era la misma
cara alegre de siempre. La que parece como una batata roja.
—Ya veo. Quien murió fue la vieja de Hyoju— Gon pensó eso y bajó la cabeza.
En esa noche, Gon pensó dentro de su madriguera.
—La
madre de Hyoju dijo en su lecho de muerte: “Quiero comer una anguila”.
Estoy casi seguro. Por eso, Hyoju estaba pescando ese día. Pero como yo
hice esa maldad, él no pudo darle de comer a su vieja esa anguila. Ella
murió sin poder comerla. ¡Maldita sea! No debí haber hecho esa
travesura.
III
Hyoju estaba quitándole las espigas al trigo en el pozo rojo.
Hasta
ahorita, él había vivido una vida sin lujos, sumergido en la pobreza,
pero en compañía de su vieja. Sin embargo, ahora que ella había muerto,
estaba solo.
—Hyoju está solo, igual que yo— pensó Gon mientras veía a ese hombre, desde la parte trasera de la despensa.
Gon se alejó de ahí y cuando se diría por ahí, escuchó una voz que vendía sardinas.
—Gran barata de sardinas, llévenselas. ¡Sardinas frescas!
Gon fue corriendo hacia esa voz ruidosa. En ese momento, la mujer de Yasuke dijo desde la puerta trasera:
—Déme
unas sardinas. El vendedor dejó en la calle su carreta en donde estaban
las sardinas guardadas. Tomó unas sardinas brillantes con las manos y
las llevó dentro de la casa de Yasuke. En ese lapso, Gon tomó cinco o
seis y corrió por donde había venido. Pasó por la parte trasera de la
casa de Hyoju y lanzó los pescados dentro de la casa y luego se regresó a
su madriguera. Llegó hasta una subida y volteó. Vio a un diminuto Hyoju
quitándole las espigas al trigo en el pozo.
Gon asintió con la cabeza. Había hecho una cosa buena.
Al
día siguiente, Gon fue a recoger muchas castañas de la montañas y las
llevó cargando hasta la casa de Hyoju. Sacó la cabeza desde la puerta
trasera y vio que estaba almorzado. Estaba pensativo con su tazón de
arroz en mano. Sin embargo, había algo raro en la cara de Hyoju. Tenía
una herida en la mejilla. “¿Qué le habrá pasado?” Pensó Gon. En ese
momento, Hyoju se quejó en voz alta:
—¿Quién
habrá sido el que arrojó esas sardinas a mi casa? Pensaron que me las
había robado. Ese vendedor de sardinas me puso una paliza.
Al escuchar lo anterior, Gon se dio cuenta que había errado. ¡Pobre Hyoju! El vendedor de sardinas lo había golpeado hasta provovarle esa herida.
Al escuchar lo anterior, Gon se dio cuenta que había errado. ¡Pobre Hyoju! El vendedor de sardinas lo había golpeado hasta provovarle esa herida.
Mientras pensaba eso, Gon rodeó sigilosamente la despensa y en su entrada dejó las castas que había traído.
Al
siguiente día y también el siguiente, Gon recolectó las castañas y se
las llevó a Hyoju. Después, llevó también dos o tres hongos de pino.
IV
Una
noche de luna llena. Gon salió a pasear. Después de pasar cerca del
castillo de los Nakayama, escuchó unas voces provenientes del delgado
camino. Alguien venía para acá. Los grillos estaban cantando.
Gon
se escondió al lado del camino y se mantuvo quieto. Las voces estaban
cada vez más cerca. Eran Hyoju y un campesino llamado Kasuke.
—Oye, por cierto, Kasuke— dijo Hyoju.
—¿Qué?
—Oye, en estos días me han pasado cosas muy raras
—¿Qué?
—Desde que murió mi vieja, no sé quién, pero alguien me ha venido a dejar diario castañas y hongos de pino.
—En serio ¿Quién?
—Te dije que no sé quiénes. Las deja cuando no me doy cuenta.
Gon siguió a los dos hombres.
—¿En serio?
—Es en serio. Si piensas que es una mentira, ven a verme mañana. Te voy a mostrar esas castañas.
—Mira, qué cosas raras suceden, caray.
Después, los dos se fueron caminando en silencio.
Kasuke
volteó de pronto hacia atrás. Gon se quedó quieto y se achicó. El
hombre no se percató del zorro. Se fueron caminando rápido. Llegaron a
la casa de otro campesino, Kichibee, y entraron ahí. Se oía el sonido de
un mokugyo. “Pon, pon, pon, pon”. Una luz alumbraba la ventana del shoji y se podía ver cómo se movía una cabeza rapada.
—Hay
un rito budista. Están invocando a Amida— pensó Gon y se agachó junto
al pozo. Pasó un poco de tiempo, y otras tres personas entraron a la
casa de Kichibee. Comenzó a escucharse una voz que recitaba un sutra.
V
Gon
se mantuvo agachado junto al pozo hasta que terminó la ceremonia
budista. Al terminer, Hyoju y Kasuke se regresaron juntos. Gon pensó
escuchar la plática de los dos y los siguió. Caminó pisando la sombra de
Hyoju.
Cuando llegaron cerca del castillo, Kasuke dijo:
—Mira, quieres que te diga mi opinión sobre la historia que me contaste… Pues, creo que es obra de los dioses.
—¿Cómo?— dijo Hyoju espantado y vino la cara de Kasuke.
—Estuve
pensándolo todo el tiempo y creo que no es una obra humana. Son los
dioses. Ellos sintieron pena por ti, ya que te quedaste solo. Por eso,
te han regalado muchas cosas.
—¿Tú crees?
—Claro que sí. Por eso, te recomiendo que diario les agradezcas.
—Así, lo haré.
Gon
pensó: “¡No le veo la gracia! Yo soy el que lleva las castañas y los
hongos de pino. No hay un reconocimiento a mi labor. Son los dioses los
que se llevan la mejor parte. No me convence este negocio”.
VI
Al
día siguiente, como lo había hecho hasta ahora, Gon llevó las castañas y
fue a la casa de Hyoju. El hombre estaba haciendo una cuerda cerca de
la despensa. Gon entró sigilosamente por la puerta trasera.
En
ese momento, Hyoju alzó la cara y vio que el zorro había entrado a su
casa. Era Gon: el zorro que se había robado la otra vez la anguila. El
hombre pensó que venía a hacer otra maldad.
—Ahora verás.
Hyoju se paró y tomó el rifle colgado en el granero y lo llenó de pólvora.
Se
acercó sigilosamente y cuando Gon estaba a punto de salir de la casa.
“Pum”. Le disparó. El zorro cayó al instante. Hyoju corrió hacia él. Al
ver dentro de la casa, se dio cuenta que estaban puestas las castañas.
—¿Qué es esto?— se espantó Hyoju y vio de nuevo a Gon.
—Gon. ¡Eras tú! ¿Eras tú el que me traía siempre las castañas?
El moribundo Gon asintió con los ojos cerrados.
Hyoju dejó caer el rifle. Todavía seguía saliendo un delgado humo azul desde la boca del arma.